A ver, que quede meridianamente claro, por si alguna mente preclara aún no ha procesado la sutil diferencia entre el ser y el parecer en este intrincado mundo corporativo. La ciencia y la tecnología, en su inocencia casi conmovedora, pueden ofrecer soluciones energéticas que rozan lo prodigioso. Pero si ustedes, ocupantes de ciertas alturas desde donde la realidad operativa a veces se percibe distorsionada, creen que con eso basta, es que habitamos dimensiones conceptuales distintas. Ah, y ahora que el imperativo ESG (tan loable en su formulación, tan flexible en su aplicación) nos envuelve a todos en su manto de buenas intenciones, ¡qué despliegue! Se declaman los principios con una convicción que casi convence, mientras, en paralelo, se exploran con admirable pericia los vericuetos interpretativos que permiten que la esencia de las cosas permanezca, digamos, inalterada, bajo un barniz de modernidad responsable.
El ahorro energético, ese concepto tan terrenal y a veces tan esquivo, ese compromiso que exige algo más que una anotación en la memoria anual, sigue siendo, para algunos empresarios, una especie de abstracción filosófica, interesante para un debate, pero de compleja implementación cuando la hoja de cálculo trimestral exige sus tributos.
Ahorrar energía es un estado de ánimo, una convicción que, me atrevería a decir, no siempre florece con la misma intensidad en todos los estratos jerárquicos de la empresa e industria. En esencia, y disculpen la crudeza, es querer hacerlo con una determinación que trascienda el mero cumplimiento formal.
Y aquí es donde mi modesta figura, la de la “rara perla negra” (experto energético), entra en escena, no sin cierta pompa ceremonial. ¿El propósito? Uno podría especular que no es tanto una búsqueda febril de la eficiencia per se, sino más bien la necesidad de proyectar una imagen determinada ante ustedes, sí ustedes señores inversores, custodios últimos del capital y, presumiblemente, del buen juicio. Soy, en cierto modo, la prueba visible de un compromiso o al menos, de la intención de que dicho compromiso sea percibido. Un elemento decorativo, una rara perla negra si se quiere, en el gran tapiz de la gobernanza corporativa.
Pero permítanme, con la debida deferencia y sin ánimo de perturbar la armonía de sus balances, plantear una reflexión, casi un susurro entre balances y proyecciones: ¿Podría ser que la valoración inicial de estas entidades, por la cual ustedes desembolsaron sumas considerables, se sustentarán en ciertas expectativas de sostenibilidad y eficiencia que, observadas desde la praxis cotidiana, revelan una digamos implementación más matizada de lo que se podría haber inferido de las presentaciones preliminares? Uno podría preguntarse, con la más pura intención analítica, si existe una alineación perfecta entre el precio abonado y el valor intrínseco ajustado por el grado real de adopción de estas nuevas sensibilidades operativas. Porque, desde mi humilde perspectiva en el terreno, la aplicación de las tan mentadas políticas ESG, al menos en su vertiente energética tangible, parece adquirir contornos más bien etéreos. Podría decirse que su ejecución práctica no siempre refleja la robustez de su formulación teórica. Se percibe una cierta disonancia.
Una vez integrado en la estructura, la dinámica es peculiar. Se produce una curiosa alquimia donde los informes técnicos tienden a una admirable concisión, las propuestas más transformadoras son acogidas con una prudencia que roza la inmovilidad, y las advertencias sobre trayectorias de insostenibilidad se archivan en la categoría de “asuntos a considerar en un futuro no especificado”. El objetivo, uno podría inferir, no es tanto la optimización energética radical, sino más bien la gestión de su percepción, manteniendo un delicado equilibrio para no perturbar el statu quo más de lo estrictamente necesario para el informe de turno. Mi rol, entonces, parece deslizarse hacia el de un validador de narrativas, un testigo técnico de una obra cuya trama principal se escribe en otros despachos.
¿Y la finalidad última de esta compleja coreografía? Quizás permitir que las altas direcciones de la industria puedan, digamos, supuestamente justificar la adquisición o el disfrute de ciertos activos de movilidad de alta gama para “optimizar tiempos de desplazamiento” cuyo coste operativo, curiosamente, no parece ser objeto del mismo escrutinio que el de una bombilla LED en las fábricas. Mientras mi labor se centra en la optimización de kilovatios y el retorno de la inversión en tecnologías limpias y de seguridad en el trabajo, otros parecen enfocarse en la optimización de la comodidad y el prestigio personal, bajo el paraguas de la “necesidad empresarial”. Y ustedes, distinguidos inversores, podrían estar contribuyendo, sin plena conciencia quizás, al mantenimiento de un cierto estilo de vida ejecutivo que, si bien vistoso, no siempre guarda una correlación directa con la eficiencia operativa o el retorno sostenible de su capital.
Y lo que resulta verdaderamente fascinante, desde un punto de vista antropológico-corporativo, es la aquiescencia casi litúrgica del entorno inmediato de las direcciones. En esas reuniones, a menudo extensas y de conclusiones elusivas, donde se delibera con gran solemnidad sobre cuestiones a veces periféricas mientras los elefantes pastan plácidamente en la habitación, cualquier pronunciamiento de la cúpula es recibido con asentimientos de una convicción admirable. Cada propuesta, por más etérea que sea, se califica de “estratégica”; cada aplazamiento, de “prudente”.
La disidencia constructiva parece ser una especie en vías de extinción, y la sintonía con la superioridad, la melodía dominante que asegura la propia supervivencia en ese mismo ecosistema tóxico.
Porque, insisto con la vehemencia de quien ha visto demasiadas luces de neón y pocos paneles solares realmente funcionales, el ahorro energético no es un artículo de lujo que se adquiere y se exhibe. Es una filosofía operativa. Y esta filosofía, me temo, encuentra serias dificultades para arraigar donde la visión se limita al próximo cierre contable y la ambición personal eclipsa la responsabilidad fiduciaria. No se trata solo de energía; se trata de la salud a largo plazo de la organización, de la coherencia entre lo que se predica y lo que se practica.
Señores inversores se trata, en última instancia, del valor real y sostenible de la inversión que ustedes representan.
Así que, si la intención primordial es mantener un statu quo elegantemente maquillado con pinceladas de modernidad ESG, utilizando mi presencia como un discreto aval técnico, permítanme sugerir que tal vez existan vías más económicas para lograr dicho efecto. Las direcciones de sus empresas continuarán, sin duda, navegando las procelosas aguas del mercado con la destreza que les caracteriza, y su coro de fieles validará cada rumbo. Pero la eficiencia energética genuina, el compromiso auténtico con un futuro menos derrochador, eso, me temo, seguirá siendo una asignatura pendiente.
Y las empresas, o mejor dicho, el valor de su inversión, podría señores inversores experimentar a medio y largo plazo las consecuencias de esta digamos divergencia entre la imagen proyectada y la realidad gestionada.
Yo, por mi parte, seguiré observando y documentando, con la diligencia de un notario y el escepticismo de un filósofo. Quizás, algún día, alguno de ustedes decida indagar con mayor profundidad más allá de las presentaciones corporativas y los informes satinados.
Uno nunca sabe qué interesantes descubrimientos podrían surgir cuando se levanta el velo a la razón.
Así que, si ustedes, directivos visionarios con la mirada fija exclusivamente en el próximo trimestre y cuya preocupación por el futuro de sus empresas no va más allá o no están dispuestos a esta “involucración” tan molesta y poco glamurosa, háganos un favor a ambos, no me contrate para asesorarle energéticamente. Ustedes seguirán engordando sus cifras a corto plazo (mientras puedan) y yo no perderé mi tiempo ni mi paciencia (mientras pueda) intentando convencer a quienes como ustedes solo escuchan el tintineo del mercado.
Eso sí, de ahorrar energía de verdad, y de asegurar un futuro sostenible para sus empresas, olvídense. Pero eh, al menos el Excel del próximo cierre lucirá espléndido 😉
josé martínez
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